Pasan desapercibidos. Casi ni nos damos cuenta. Pero están ahí. A su manera son héroes. Nadie les pondrá una medalla, ni tendrán homenajes. Probablemente, ni se hable de ellos. Al menos aquí, sí escribiremos...

jueves, 20 de diciembre de 2012

Las "líneas torcidas"


Existen heroicidades sin héroes. Actos heroicos que no nacen de una verdadera voluntad de heroicidad. Son las “líneas torcidas” con las que Dios se sigue haciendo presente en nuestra historia. Sólo Él puede extraer del mal, bien... Y lo hace. Constantemente. Aunque racionalmente podamos pensar con acierto que nadie puede dar lo que no tiene, Dios es capaz de conseguirlo: hacernos dar incluso sin tener...

¿Por qué les cuento esto?

Existe una bellísima oración atribuida a San Francisco de Asís. Seguro que les suena: “Señor, haz de mí un instrumento de tu paz”. Su fuerza, que radica en su estructura, su musicalidad y su contenido, llega al alma de quien la escucha. La santidad es reconocible en cada una de sus letras.

Sin embargo, casi con toda seguridad, San Francisco nunca la escribió de su puño y letra. Probablemente fue escrita a principios del siglo XX, muchos siglos después de la muerte del Santo. Y casi seguro que quien la escribió la atribuyó a San Francisco para así asegurarse una mayor difusión y alcance. El autor mintió, pero los dones que esta oración ha podido producir desde entonces son innegables. Son las líneas torcidas de Dios.

Si les interesa saber más sobre este tema les dejo este enlace, de donde rescato —ésta sí— una pequeña reflexión del santo de Asís, recogida en la Admonición 28 a modo de estribillo. En su estilo pudo basarse el autor de la “falsa” oración:

“Donde hay amor y sabiduría,
allí no hay temor ni ignorancia. 

Donde hay paciencia y humildad,
allí no hay ira ni turbación. 

Donde hay pobreza con alegría,
allí no hay ambición ni avaricia.

Donde hay quietud y meditación,
allí no hay preocupación ni disipación. 

Donde está el temor de Dios guardando la casa,
allí el enemigo no puede encontrar la puerta de entrada. 

Donde hay misericordia y discreción,
allí no hay soberbia ni dureza”.

Y de ese mismo enlace, otro regalo extra: los dichos del Beato Gil de Asís, tercer compañero del santo.

“Dichoso el que ama y no desea, en cambio, ser amado.

Dichoso el que teme y no desea, en cambio, ser temido.

Dichoso el que sirve, y no desea ser servido.

Dichoso el que se comporta bien con los demás, 

y no desea que los demás se comporten bien con él. 

Pero estas cosas son grandes, y los necios no logran entenderlas”.

jueves, 6 de diciembre de 2012

Paciencia con Dios


No me cabe duda de que Dios tiene mucha paciencia con nosotros, pero nosotros o la tenemos con Él. Obviamente, las razones son distintas.

Normalmente, cuando le pedimos algo a Dios esperamos resultados rápidos, como si fuera un mando a distancia. Somos cortoplacistas. Nos preocupamos del mañana inmediato, e incluso del ahora mismo. Y aquí es donde deberíamos ser pacientes con Dios. No porque no pueda con todo —y todos— a la vez, sino porque su reloj y su calendario no es el nuestro. Su visión es a largo plazo.

Que se lo digan, si no, a una familia italiana que, tras diez años en coma, recuperó a uno de sus miembros. Leía la noticia en ACI Prensa el pasado día 6.

Max tenía sólo 20 años cuando quedó paralizado como “un tronco muerto sin posibilidad alguna de recuperación”, tal como los médicos le diagnosticaron el 15 de agosto de 1991, cuando sufrió un terrible accidente de auto.

Imaginen la desesperación de su madre. Y su coraje cuando el hospital dejó de atenderle —ya no podían hacer nada más por él— y tuvo que llevarlo a su casa para cuidarlo sin ninguna esperanza...

Imaginen levantarlo, cambiarlo, alimentarlo, acostarlo, hablarle, besarle, abrazarle... sin respuesta alguna. Y sin embargo, Lucrecia —así se llama esta mujer— nunca dejó de hacer la señal de la cruz sobre su hijo cada noche al acostarle y rezar junto a él durante casi diez años.

Pero, como les decía, los plazos de Dios son otros. Justo cuando la esperanza y las fuerzas de Lucrecia flaquearon, la noche del 28 de diciembre de 2000, Dios obró su milagro.

Tras más de 3000 signos de la cruz sobre un cuerpo vivo, pero inerte, Lucrecia se sintó aplastada por el peso de un futuro sin luz. Aquella noche se sentía incapaz de santiguar a su hijo y de rezar junto a él. Y así se lo dijo. Pero entonces, la mano de Max se alzó y él mismo realizó la señal de la cruz y se abrazó a su madre.

Desde entonces ha ido mejorando. Es cierto que no ha regresado a una vida normal, pero puede expresarse y ser feliz.

Por cierto: fue consciente de todo lo que se le decía y ocurría a su alrededor durante su mal llamado estado vegetativo. Simplemente estaba esperando su momento. O mejor, el de Dios...